Cuando Ariadna abrió sus ojos, tras despertar de un extremadamente denso, y plúmbeo sueño, el entorno que la rodeaba, no le resultaba ni conocido ni habitual.

Totalmente prisionera, de una inexpugnable extrañeza, que la ubicaba por fuera de los dominios de su percepción, ella se puso de pie, apoyando suavemente sus plantas sobre el tibio piso de parqué. Entonces, caminó hacia la ventana, y apoyando sus manos sobre el alféizar, se le impuso a su extraviada visión, un paisaje, nunca antes visto.

No entendía nada, y trató en vano de recordar, el momento en el cual había ido a acostarse, y en inútil y fallido ejercicio mnémico, tampoco alcanzaba a saber, cual había sido el lugar, donde había estado antes de dormir; teniendo la obstinada certeza que en ese sitio no había sido.

El reflejo de un enorme espejo, ubicado por encima de un chiffonier de cedro, la abalanzó sobre él, y colocándose a su frente, a poco menos de un metro del cristal, el nivel de asombro, fue mucho más aún. La imagen que él, le devolvía, era para nada coincidente, con la que su auto memoria registraba.

A pesar de todo, y en absoluto, le disgustaba su fisonomía especular, sino que por el contrario, esta, le resultaba bastante agradable y plena de gracia. Igual ocurría con el lugar, y con la luminosidad que penetraba por la ventana desde el parque. Sino fuera por la angustia, que le daba el hecho de no recordar, notaba sentirse extremadamente bien, con impulsos vitales, que no cesaban de acariciarle la piel, con un marcado placer.

De pronto se alejó del espejo, y vio sobre la pared adyacente, una pequeña pizarra verde oscura, que dejaba leer, escrito en tiza blanca:

-Solo eres y vives en el presente, no sea cosa que el pasado, te prive de hacerlo, oscureciéndote el futuro.